Anoche volví a encontrarla. Caminé a través de la Alameda, luego la Rúa do Franco hasta Obradoiro. Yo no iba buscando nada, solamente iba como he ido siempre, buscando eso pero sin buscarla. Los músicos medio yonkis en el portal del Palacio, amarillos, detrás de las columnas golpeaban los tambores todavía. Todo indica que no son aún las dos de la mañana. Es temprano aún. Algunos cafés van cerrando, las callejas de piedra se llenan de bolsas de basura y olor a marisco podrido. El rostro de Santiago cambia. Los peregrinos fabulosos de la mañana duermen felices, con los pies adoloridos pero felices, santificados, a esas horas. Cuando ellos caminan por la mañana las calles son doradas bajo el sol, el pescado es fresco. Las jóvenes de altas voces ofrecen un pedacito de tarta de Santiago para venderte una entera luego. De noche, pendejos pijos toman ron con coca y caminan hasta boliches pijazos a escuchar su pop berreta. Los músicos siguen tocando. Un dyembé golpea y mete ritmo, no bailan, pero igual son felices. La policía pasa frente a la catedral, custodios del patrimonio de la humanidad, aquí donde cualquier sorete es patrimonio de una humanidad que en su mayoría carece de todo patrimonio.
Existe la costumbre de acostarse en el centro de la plaza, la cabeza apuntando hacia la catedral, mirar hacia arriba. Lo hago, después de todo soy un turista, eso quiere decir que pasaré por esta ciudad sabiendo las cosas innecesarias. No entraré nunca en la esencia de este pueblo. Pasaré y todo será como antes, puesto que el turismo no es más que andar dando vueltas por un museo de vivos, pero tratando a los vivos como piezas de museo. Quiero decir que me acuesto, que miro la catedral. Dicen que da la sensación de que se cae encima. Es mentira, como casi todo lo que aprende un turista en un museo de vivos. La catedral tiene luces amarillas. El empedrado está helado, pero no, no importa. Más arriba de la catedral, y eso ya es mucho, la noche está despejadísima.
Sé que no me anda buscando. Es como la historia de la Maga y Oliveira, quiero decir que tampoco es real, quiero decir sin buscarnos, pero ni tanto, habremos de encontrarnos. Quiero decir que ella llega, tapa la noche inmensa con su rostro y me pregunta qué mierda hago ahí tirado con ese frío, que me voy a enfermar pero me dice que ya soy un enfermo y yo me río, y después me levanto y nos vamos a hasta la Praza Mazarelos, más arriba, a un bar que se llama Pepa Loba, y nos metemos en el fondo del lugar, junto a una chimenea viejísima que dentro tiene una marmita que parece medieval y yo no sé si es cierto, pero me gusta así. Y pasan música de los años ochenta. Algo de David Bowie crece en el aire y recuerdo a alguien que he dejado en Argentina, pero no por mucho tiempo, y ella pregunta que en qué pienso y le digo que en nada, como dice uno siempre que está pensando en algo. Nos traen dos cañas, luego otras dos y listo, porque todo aquí es demasiado caro. Da pena emborracharse de tan caro que sale estar borracho.
Le pregunto cómo estuvo su día, estúpidamente, porque le veo las ojeras terribles y ya sé que está cansada. Se pasa las manos por la cara, se corre el pelo negro, maravilloso. Qué hermosa que es cuando se corre el pelo negro, y atrás están ahí otra vez esos ojos, negros y tiene una nariz pequeña y habla solamente en gallego, porque es independentista y yo de todos modos le entiendo todo, pero ella se burla y se ríe hermosamente de mi acento argentino y de mis palabras que a veces no entiende.
Estoy tan cansada, me dice y yo le digo entonces que vamos. Es apenas la una de la mañana. Empezamos a las cuatro pero yo voy más tarde me dice. Voy a dormir algunas horas. Salimos a fuera y claro, está lloviendo. Finas gotas van haciendo brillar la piedra de la ciudad, alimento de un musgo que crece en cualquier parte. Las estatuas de las iglesias están verdes de musgo, y peor, crecen yuyos en las estatuas, entre las piedras, verticales en las murallas, en donde sea. Y yo, claro, me deslumbro pero todo es común para ella, que no quiere saber nada con la lluvia, que se queja y sobre todo porque no tiene paraguas. Yo tampoco, me lo llevó el viento del día anterior, así pasa siempre. Con cada viento la ciudad se transforma en un cementerio de paraguas, me va diciendo mientras caminamos pegados junto a las paredes de la calles, pasamos das Orfas, llegamos a la calle de las galerías, con sus columnas bajas y los arcos uno junto a otro, increíbles y nos resguardamos y aprovecha y me besa, y me gusta, pero seguimos caminando, que tiene que dormir aunque sea unas horas.
Comparte un piso con otros dos compañeros. Ya se han ido, pregunto. Ella dice que sí, salieron hacia el polígono. Todo es un desorden, más que de costumbre. Panfletos cortados, apilados en la mesa junto a los platos sucios del mediodía que ya eran los sucios de la anterior cena. Y ella, tan prolija con la vida, porque no hay otro modo que ser prolijos para romperla, se lamenta de toda la mugre y le digo que se vaya a la cama, que yo me ocupo pero no quiere. Me la llevo yo y la tiro en el colchón y la beso hasta que se duerme. Tiene apenas dos horas. Me quedo en vela, para despertarla porque si no seguiría de largo, y no puede ser que falte, mañana, pero no mañana, que ya es hoy, es el día, es el día.
Limpio un poco, ordeno algo, no demasiado que no soy bueno para eso. Pero al menos al levantarse ella respira más tranquila, me da las gracias. No tanto por la poca limpieza sino por el café humeante. Le sienta bien. Miro por la ventana, está todo oscuro, la lluvia se detiene un poco. Habitante de esta tierra, también espera.
A las seis de la mañana estábamos en el ingreso al polígono. Una veintena de obreros ya nos esperaba. Los pacos hace rato habían caído y miraban, los muy chacales, atentos a lo que sea para hacer lo que sea. Alguien llamaba por celular y tomaba registro. Había piquetes en Ferrol, Pontevedra y Vigo. Ya eran cientos los que estaban ocupando las calles. También supimos que en Madrid había una herida, mientras uno se enteraba de eso los pacos venían a echarnos, pero nadie retrocedía y entonces alguien terminaba, al menos por algunas horas, adentro. Poco a poco va a amaneciendo. El cielo se va inflamando de rojo, mientras otros se van a acercando. En Ferrol los metalúrgicos han detenido todo. Los del puerto de Vigo tienen todo bloqueado y los trenes de Santiago están muertos. Llega un compañero, que nos vamos al centro, al centro. Yo le digo a ella que me voy hasta el centro con los demás. Somos apenas dos grupos que luego nos separamos. Pechado por Folga Xeral vamos haciendo decir a las puertas de los bancos, los negocios donde los pijos, que recién a esas horas van allegándose a sus camas, compran su ropa, los cafés que todavía duermen y que no dejaremos despertar ese día. Después ya no hay más que hacer. Hay que esperar y esperamos. Bajamos hacia Praza Roxa, algunos puñados ya han llegado. Las banderas se van levantando.
Cuando es mediodía miles de trabajadores invaden la calle. Los pocos negocios que intentaron abrir, por la fuerza de tales hombres quedaron otra vez cerrados. Las calles se abrían a su paso. Los pacos detrás, ya habían cazado algunas presas, provocaciones absurdas que no atizaron a nadie. Esos pronto estarían otra vez liberados. La columna mayor avanzaba y cuando empezaba bajar, en medio la encontré a ella. Ese mediodía otra vez la había encontrado. Claro que apenas la veía entre el gentío, pero se iba riendo. Iba cantando y las ojeras, que no habían desaparecido, tampoco le pesaban demasiado. Ese mediodía volvimos a la ciudad vieja. Praterías, detrás de la catedral, estallaba. Las piedras antiguas no soportaban las multitudes nuevas.
Cuando todo terminó tuvimos que volver a la vida gris, donde se lleva adelante la verdadera lucha. Pienso a veces, que lo demás son banderas. Atraviesan con fuerza el alma, empujan futuro. Pero solamente valen cuando la vida triste las ha atravesado todas y ellas son las empujadas y son los hombres los que son futuro. Cosas por el estilo.
Anoche la volví a encontrar, en esta que es triste las más de las veces. Otra tarde también la vi, nos cruzamos en el Parque de Belvís y ese día en mi bolso de turista llevaba un libro de Haroldo Conti que le regalé para que deje de estar tan triste. Nunca lo había notado hasta ese momento. Cuando pasaba las manos por su pelo, lo tocaba tan triste. Y no le pude preguntar qué te pasa. Aquí siempre se está triste, no por eso se abandona nada, no por eso se baja un solo dedo. Recordé una canción de los Redondos, se la ladré a pedazos pero ella no supo por qué lo hacía. Esa canción habla de las banderas. Ella sonrió con la canción y yo también porque me recordaba a mi barrio y a mi gente, que tanto necesito, y a los diablos que mean pero que en ningún lado hacen espuma. Y lo que espero, y que ella espera. Caminamos un rato por el parque hasta que se hizo casi de noche. Cuando nos despedimos le regalé el libro, también para que deje de estar tan triste. Hubiera querido regalarle, en este octubre triste, un octubre para siempre, pero no depende de mí, sino de mí y de todos mis hermanos.
Anoche volví a encontrarla. Cuando me vio me sonrió, me dijo que el libro le había gustado hasta las lágrimas. Las ojeras otra vez no le pesaban para nada. Me dijo que no tenía tiempo para que hablar conmigo en ese momento pero que quería verme. Nos encontramos esa misma noche en Mazarelos, debajo del arco. Fuimos otra vez al bar de la marmita, hablamos tanto. No recuerdo todo lo que hablamos, pero tengo su voz clavada en mi frente, los ojos fijos mirando la imagen en que uno finalmente se reconoce. Uno sabe al final que no se reconoce para siempre, que apenas se reconoce, pero eso basta para seguir adelante, porque entonces tiene un nuevo hermano, y se puede vivir y luchar por el resto de los días, y con eso es suficiente.
Pronto voy a dejar Santiago, y es muy probable que no vuelva. No tengo nada por qué volver. Todo el circo y la guerrita, los hermanos, la vida están en mi tierra, llena de luchas y esperanza. No se puede cruzar el mar solamente por un ser humano, porque todo esto es grande y tiene precio y sacrificios. Quiero decir que hay que elegir, y a veces se elige para siempre y a ella no la elegí. Pero por qué todo este final va sonando tan triste a mis ojos. Querría repetir alguna vez con Conti "Yo sé que volverá. Yo sé que volverá" y entonces llenar el alma de lágrimas dulces y preñadas de deseos. Pero yo sé que ella no volverá. Hay algo que nos toca juntos, pero sólo en la distancia, allí nos vemos. Cuando toque otra vez de cerca a mis hermanos volveré a encontrarla aunque no volverá.
Y voy terminando así entonces. No estoy desolado, no estoy triste aunque todo duele, pero también todo se va ordenando. La pérdida es un ritual que los hombres aprendemos para después perder o ganarlo todo, que es lo que a fin de cuentas importa.
Esta noche no voy a encontrarla. No voy a caminar hasta Obradoiro, me duele la garganta, el cuerpo, y el último paraguas que compré voló junto con el último viento. Esta noche no voy a encontrarla, voy a terminar aquí pensando en ella, que ya no importa demasiado. Voy a pensar en todos mis hermanos, que llevan su rostro claramente. También a causa de ella los amo tanto.
23 de Octubre. Santiago de Compostela.
2 comentarios:
Guachin! hay q revivir esto che(el blogggggggggggg)>>>>>>>>>>>>>>> (muy lindo pebete, se me gallinó el puso de piel)
Faaa qué grandioso Leo! Y como de todo y en todo encuentro mis favoritos, de este fueron dos mis favoritos y los cito: "Con cada viento la ciudad se transforma en un cementerio de paraguas..." y sobre todo: " Y ella, tan prolija con la vida, porque no hay otro modo que ser prolijos para romperla, se lamenta de toda la mugre y le digo que se vaya a la cama, que yo me ocupo pero no quiere".
Hay más, pero prefiero dejarlo para cuando te vea.
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